martes, 12 de enero de 2010

Maltrato

Recordé que un hombre necesita algún lugar donde esconderse de vez en cuando; necesita un búnquer, una capilla de vitrales oreada con el perfume de las flores muertas en medio del ruido del tráfico; necesita alguna cripta bajo la que enterrarse durante algunas medias horas o medios minutos; la sala de un museo barnizada de lienzos a la hora en que aquí en las ciudades de España se devora el cocido de las dos; o la psicodelia del tormento hermético, aislante, desubicado y puro que te aplicas en los tímpanos a voluntad desde un mp3, mientras afuera los tambores de la Semana Santa van derribando la mampostería de las casas al compás de las saetas, de los alcanciles o de los caramelos; y yo, más que otra cosa, espacio o forma, más que el museo, la cripta o la capilla, lo que necesito es una sala de cine, de vez en cuando, porque el mundo puede ser, de vez en cuando y a veces, un lugar de escarmiento asfaltado, desorientado, alfalfado y hostil.
Cuando el mundo, en su bochorno y tedio, se remuele en sus crucerías como una tremenda coz de basura contra tu hocico, solo a lo mejor, sólo te quedan abiertos los cines, esos refugios de guerra emocionales, esos lugares cítricamente incontaminados en penumbra, esos boquetes a los sueños en terciopelo, esas medusas de celuloide extendidas en esas tardes de domingo a partir de las 21.00 de la noche: esa es la quintaesencia del masaje emocional para mí, que me cuenten una historia en imágenes. Entonces, muy feliz por la gran idea de hacer pirotecnia con una tarde de domingo inútil desde una butaca confortable, las palomitas y la cola apoyadas en el regazo, otros tipos como yo y yo, nos encaminamos hacia el maltrato tan pronto cerramos la puerta de la cancela.
No hay momento más frustrante en España que el del ocio: los dependientes ya no agasajan sino que empujan; los vecinos ya no saludan en las colas antes de criticarte; las camareras ya no guiñan el ojo pero sí meten el dedo en tu sopa, los taxistas no te cuentan historias o chistes, y hablan en su lugar de política con mucha seriedad; a veces abroncan al cliente por interrumpir su discurso. El español junior no sabe hacer colas; no sabe hablar bajo y no sabe pedir perdón. Sabe amontonarse. Sabe berrear. Le sudan también los sabacos y encuentras a demasiados tipos por debajo de los 30 parecidos a Torrente, sueltos por ahí, incluso sin collar, con algo de dinero en los bolsillos, y algunos muy diestros en vaciarte los tuyos si te descuidas.
Salgo a la calle. Piso la acera. Entro en mi coche. En la autovía, los políticos y los mercaderes instruyen desde las plataformas publicitarias: la Dirección General de Tráfico quiere que no corras; la Dirección General de Deportes, algo más allá, que corras, y los vendedores de profilácticos....ya te lo supones: todo el mundo quiere algo de ti, pronto, de forma espasmódica y está dispuesto a engañarte para conseguirlo, por eso estás huyendo a la sala de cine, y lo sabes. Pero después de hacer hueco en la agenda, y tras pagar 8 € para asistir a alguna escena grandiosa de “Enemigo Público”, una tarde de domingo como esa, o de espalda distinta y olor mucho más enterquecido o urinario, puedes encontrar el placer adulterado por un tipo al que le suena el móvil y entretiene luego, sin sofocarse, una conversación de 15 minutos sobre “quién comprará el hielo y los barriles de cerveza” para el botellón. También puedes verte emboscado en un fuego de palomitas o avejunado entre una coral de eructos cocacoleros detrás de la nuca. A mi me ha pasado muchas tardes de domingo, o los miércoles. Es peor si protestas: además de perder la paz, la voz y no conseguir tu objetivo, aborrecerás la película.
Algunos no están capacitados para entender que cuando se va al cine, habitualmente es para disfrutar en silencio una vez y se apaga la luz. Entonces se enciende la luz. Tú no has visto la película, el tipo del móvil ha hablado con su colega; con certeza, el hielo está comprado y los quintos en el hielo; el hielo, los quintos y el otro tipo con sus amigos en un parque. Pero tú estás muy frío y ambos salimos por la misma puerta de la sala de cine, hacia el mismo parking y no nos subimos en el mismo coche. En realidad, lo suyo no es un coche, sino algo así como un platillo: los tipos que organizan botellones desde las salas de cine habitualmente pilotan platillos volantes.
El imberbe encanutado en sus jeans, que no entiende que el cine es un lugar sagrado de silencio y fantasía, suele ser el mismo que cree, profundamente porque se lo dijo un amigo o una novia, que lo suyo es conducir: con un coche entre las manos, ese tipo ha llegado a la conclusión que él también tiene algo de Fernando Alonso; de hecho, se observa en el espejo antes de subirse al Ibiza e interioriza que la autovía A-7 es el Circuito de Imola. Te lo demostrará cuando tú, de regreso del cine, circules plácido a 110. Un domingo por la noche, ese tipo pasa a 180 con el coche tuneado, fumándose un cigarrillo y tan cerca de tu ventanilla, que mientras se rasca la barriga y sube el volumen del reggaeton para que disfrutes de las letras, aún se permite esforriarte el humo a través de la rendija de tu puerta mientras cambia de marcha con la punta del pijo, si quiere. Todo bajo control. Para ese veinteañero abuitregado, un coche con alerón y tubones fluorescentes, ya subido de vueltas, es una expresión artística comparable tan solo a esa misma estructura de hojalata con motor convertida en una bola de chatarra incendiada contra el poste de una finca. Para ese tipo, el arte es el lance de la muerte expectorada con prisa desde el acelerador de su coche psicodélico enchufado de decibelios, y la vida el nocturneo: la trinchera del día, la siesta, la tortura, el trabajo con despertador; el agua bendita, el cuba-libre; la música clásica, “la Macarena”; los programas Kulturales, los debates de fútbol. El listo de turno, el tonto de turno -que es habitualmente un tímido hipercompensado venido a más gracias a la ginebra, las anfetaminas y un cóctel afrodisíaco de Viagra, y he perdido la cuenta de la receta-: no te cruces con un tipo así de hemorroidal en una sala de fiestas a partir de las dos de la madrugada mientras miras las pantorrillas flácidas de su novia desde el otro taburete o tendrás que demostrar lo hombre que eres con una botella rota en la mano o en la cabeza-, y en ocasiones el tipo no te da oportunidad de elegir-. La zafiedad incomparable ha avinagrado el corazón de una generación embabada de grasa televisiva, levadura de cerveza y pesticidas que se aplican por la nariz, mientras se escucha a Estopa, -que es una gran banda muy garbosa de Barcelona que hace apología del “porro”-, mientras se permiten el caviar: “¡ja,ja,ja, que gente tan Guay!”-.
Así que, “bueno, iba a coger mi coche para ir al cine, cenar y dar un paseo”, le dije a mi primo, pero lo pensé mejor este segundo domingo: preferí quedarme, abrir un quinto de cerveza, meter una pizza pre-congelada en el horno y disfrutar desde el sofá, en silencio y sin interrupciones, de una película que regalaban con el periódico esa mañana. No quería que me maltratasen en el cine, que me agriasen la cena, que me codeasen a la cuneta o que me empalasen con una navaja de mariposa a la salida de una sala de fiesta. Ya lo dice Ikea: no hay nada como “la república de tu casa”. Es ésta la “Sociedad del Riesgo”. Todo hombre necesita algún lugar donde esconderse de vez en cuando y últimamente ese lugar ya no es un cine. Cuanto lo siento.

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