Hubo una época de mi vida en la que fui invisible. Durante esa etapa era capaz de caminar entre la gente sin que me mirasen, sentarme a su lado sin que reparasen en mi presencia. Por momentos me sentía tan pequeñita por dentro, que al parecer me difuminé por fuera. Y ya nadie me miraba.
Mi inmunidad no duró mucho. Quizás porque en el fondo yo no quería ser invisible. Llegó a mi vida una persona que reparó en mi presencia, y no miró a través de mí. Esa persona es Don José Calero Heras. Una de esas personas que encontramos pocas veces en la vida, de esas que te la cambian.
Lo conocí con doce años. Hace ya otros doce de aquel momento. Fue mi profesor. Un día llegó a clase con un examen corregido en el que nos había pedido hacer una redacción describiendo el escaparate de una tienda. Dirigiéndose a la clase, leyó una redacción: la mía. No recuerdo lo que escribí en ese relato, tampoco sé por qué Calero (me cuesta citarlo por su nombre de pila) se acercó a mí al final de la clase para decirme que si tenía más cosas escritas, se las dejase.
El hecho de que el mismo señor que había escrito el libro de texto que estudiaba en clase, mostrase interés en leer cosas salidas de mi cabeza, era para mí un honor y una responsabilidad. Eso me motivó a seguir haciéndolo, a esforzarme. Quizás si una persona como él, a la que siempre he admirado, no se hubiese acercado a mí, hubiese dejado la escritura hace tiempo.
Este mes hace un año que fue la presentación de mi libro. Esa noche Don José Calero me honró sentándose a mi izquierda para acompañarme en ese momento tan especial. No dudó en aceptar ser mi “padrino”. Cuando me dijeron que necesitaba llevar a alguien para hablar del libro el día de la presentación, él fue la única persona en la que pensé. Y allí estuvo. Nunca le he dado las gracias. Por lo poco dado que es a este tipo de actos públicos, desapareció al terminar la presentación mientras yo estaba firmando libros. Cuando quise darle las gracias, se había ido. Hasta hoy.
El caso es que soy (estúpidamente) tímida, callada y reservada con aquellas personas a las que no conozco demasiado. Quienes me conocen saben que odio hablar por teléfono, así que nunca he encontrado el momento de marcar su número para decir “gracias”. Mi timidez tampoco me ha dejado acercarme a su casa para decir “gracias” en persona. Por eso de pensar que igual llego en mal momento. Igual no está en casa. Excusas que no me creo ni yo.
Soy una desagradecida, lo sé. Pero como la escritura ha sido mi refugio desde que tengo uso de razón, desde aquí, desde mi rincón, quiero escribir un GRACIAS con mayúsculas. Gracias por haberme acompañado ese día. Por tus palabras. GRACIAS por todo. Y GRACIAS por verme cuando era invisible.
Mi inmunidad no duró mucho. Quizás porque en el fondo yo no quería ser invisible. Llegó a mi vida una persona que reparó en mi presencia, y no miró a través de mí. Esa persona es Don José Calero Heras. Una de esas personas que encontramos pocas veces en la vida, de esas que te la cambian.
Lo conocí con doce años. Hace ya otros doce de aquel momento. Fue mi profesor. Un día llegó a clase con un examen corregido en el que nos había pedido hacer una redacción describiendo el escaparate de una tienda. Dirigiéndose a la clase, leyó una redacción: la mía. No recuerdo lo que escribí en ese relato, tampoco sé por qué Calero (me cuesta citarlo por su nombre de pila) se acercó a mí al final de la clase para decirme que si tenía más cosas escritas, se las dejase.
El hecho de que el mismo señor que había escrito el libro de texto que estudiaba en clase, mostrase interés en leer cosas salidas de mi cabeza, era para mí un honor y una responsabilidad. Eso me motivó a seguir haciéndolo, a esforzarme. Quizás si una persona como él, a la que siempre he admirado, no se hubiese acercado a mí, hubiese dejado la escritura hace tiempo.
Este mes hace un año que fue la presentación de mi libro. Esa noche Don José Calero me honró sentándose a mi izquierda para acompañarme en ese momento tan especial. No dudó en aceptar ser mi “padrino”. Cuando me dijeron que necesitaba llevar a alguien para hablar del libro el día de la presentación, él fue la única persona en la que pensé. Y allí estuvo. Nunca le he dado las gracias. Por lo poco dado que es a este tipo de actos públicos, desapareció al terminar la presentación mientras yo estaba firmando libros. Cuando quise darle las gracias, se había ido. Hasta hoy.
El caso es que soy (estúpidamente) tímida, callada y reservada con aquellas personas a las que no conozco demasiado. Quienes me conocen saben que odio hablar por teléfono, así que nunca he encontrado el momento de marcar su número para decir “gracias”. Mi timidez tampoco me ha dejado acercarme a su casa para decir “gracias” en persona. Por eso de pensar que igual llego en mal momento. Igual no está en casa. Excusas que no me creo ni yo.
Soy una desagradecida, lo sé. Pero como la escritura ha sido mi refugio desde que tengo uso de razón, desde aquí, desde mi rincón, quiero escribir un GRACIAS con mayúsculas. Gracias por haberme acompañado ese día. Por tus palabras. GRACIAS por todo. Y GRACIAS por verme cuando era invisible.
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