miércoles, 23 de junio de 2010

Inocencia

De niña creía que el dolor se acababa. Pensaba que los seres humanos teníamos un límite a la hora de sentir dolor; que cuando ya habíamos sentidos todo ese daño, ya no podríamos sentir más. Que, entonces, éramos inmunes al dolor. Cuando era pequeña, era una ilusa.
Recuerdo que cuando me salía un “morado” (o cardenal) por algún golpe tonto jugando al fútbol con mis primos, o al escondite en mitad de la Sierra de Carrascoy donde me crié, me gustaba apretarlo hasta que me doliese. Ponía mis dedos en el hematoma y presionaba con fuerza, aguantando calladamente el dolor.
Ingenua que era una, pensaba que el dolor cedería, y durante los tres o cuatro días que tenía esa mancha violácea en mi piel, me entretenía aplastando mis yemas contra ella. Esperaba que al final dejase de dolerme. Pero siempre dolía. Esa “herida” dolía cada vez que la tocaba.
La inocencia propia de mi niñez, me hacía creer esperanzada que si de pequeña me dolían muchas cosas, cuando ya fuese “grande” no me dañaría nada. Sería incapaz de sentir dolor.
Después crecí, y descubrí que no era así. Que de mayor las cosas duelen más, porque tenemos consciencia de ellas. Que no hay cura para las cicatrices. Y mucho menos, una inmunidad para el dolor. Sólo queda la costumbre.
Ya adulta y desengañada de muchos mitos que se mantenían firmes en mi infancia; ahora, los que no han caído se tambalean.
Sin embargo, ese estúpido sentimiento llamado melancolía vuelve cuando veo un cardenal en las rodillas de algún niño, porque de pequeño todos los golpes van a las rodillas. Observar esos moratones me hace desear buscar nuevas mentiras en las que creer sin pensar siquiera en la posibilidad de que sean sólo eso, mentiras.
Y tenga la edad que tenga, seguiré creyendo en mentiras. Algunas, ignorando que lo son. Otras, porque prefiero creerlas si sé que la verdad duele más. Porque ya no me gusta meter el dedo en la herida si sé que algo me hará daño. Mejor dejarlo quieto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario