miércoles, 23 de junio de 2010

Perla y Patrick: camino de perfección

Para que un artista consume en la soledad de su estudio un arte transparente que refleje al mismo tiempo, como una gota de agua, el universo interno que él posee y el universo externo en el que todos los demás chapoteamos bajo el chaparrón para ganarnos la vida, encontrar el amor e intentar realizarnos, ese artista ha de pasar muchas horas encerrado en soledad cincelando todas las sensaciones que se posen en su alma, todas la observaciones que el carácter siempre “vouyerista” del artista anote, todas las experiencias propias y ajenas que acaudale, hasta depurar “la técnica” que le permita transferírnoslas a nosotros, y que las vivamos como quintaesencia de nuestra naturaleza y de nuestro “pasar viviendo” por esta tierra.
Pero el artista verdadero descubre pasados unos años, en su “camino de perfección”, que el manejo de la técnica no es suficiente; que la técnica en sí, por sí misma, concebida como finalidad, sólo produce obras superficiales; que la técnica es un “estadio” transitorio y no un punto cenital. En algún momento de su crecimiento, el artista tiene que llevar a cabo una transacción extraña: tiene que poner su alma en venta, y ofrecérsela a Dios o al Diablo por un precio, de forma que su arte, transcendido, adquiera una cualidad intemporal que convierta el conjunto de la obra en un guarismo eterno. Cuando se consuma esa unión hipostática con las fuerzas del bien o del mal, el artista aporta una pequeña flor al tronco perenne de lo humano: su obra se vuelve universal al mismo tiempo que inmortal. Obras geniales han dado cuenta de esta transacción, la más elocuente y mejor ejemplo, el “Fausto” de Goethe, junto a la bajada a los infiernos de Dante o las historias truculentas de Edgar Allan Poe en las que, habitualmente, un pintor joven se empeña de manera tan obsesiva en reflejar en el lienzo la belleza de su amada que, a fuerza de obligarla a posar, termina matándola de inanición: la belleza ha emigrado al lienzo, a la vez que se consumaba el martirologio de la modelo.
En Alhama contamos con dos artistas, en dos disciplinas, y cada uno de ellos ha realizado esta “transacción” hacia la iluminación y la madurez creativa a su manera. Pero uno, la pintora, se ha purificado en fuentes limpias y ofrecido su arte a Dios como una dádiva, a la manera en la que lo hiciesen San Juan de la Cruz, Santa Teresa, Velázquez, el Greco, Juan Sebastián Bach; su arte surge del silencio en la serenidad de la luz clara, en la línea ordenada, en el trazo limpio y preciso, en la emoción noble, en los colores de la alegría fundidos a fuego lento en una aleación alquímica donde el amor por la vida se ve impulsado por una fuerza “erótica” embalsamada en reflexión, ternura y orificación del tiempo; mientras que el otro, el escritor, exalta en sus historias, con usura enciclopédica, elementos oscuros, excrementales, salvajes; ritos sanguinolentos, esotéricos, directamente tautológicos o sicalípticos, y así nos descubre el lado podrido, “caído”, maldito de nuestra naturaleza, como lo hicieran Lovecraft, Poe, Baudelaire, Bukowski, Caravaggio, Mozart en su oscuro Réquiem o Goya en sus pinturas negras y hasta depravadas. Su arte nace de la desesperación de los personajes, de las punciones que destruyen el alma por dentro -la avaricia, la pasión de poder, el deseo de poseer-, de oscuras fuerzas que arroyan a los protagonistas, de sueños desmesurados que engendran monstruos, de mentes racionales pero enfermas que se aplican a quehaceres destructivos imbuidos por un fuerte anhelo “tánico”: esos personajes desintegrarían la vida si pudiesen, ya que la odian profundamente, como al resto de sus semejantes. Ambos, la “doctora arcangélica” entre colores y el “maestro patibulario” entre palabras, merecen nuestra más profunda admiración por su trabajo.
El día 24 de marzo, a las 19.30, dejé la oficina estresado para asistir a la inauguración de la exposición de Perla Fuertes en la sala El Martillo de la CAM. Después de 30 minutos entre sus pinturas, el efecto nutricio, relajante, equilibrado y quasi fotosintético y clorofílico de su arte había cambiado mi estado anímico, pues su pintura es cadenciosidad ordenada y ritmo luminoso, y el pincel un bisturí que no corta la carne, sino que la crea. Perla explora el ADN de la luz. Con su pincel, inteligentemente emborracha el color y te llena las retinas de una fogosidad de linimentos que se hacen mercromina en el fondo de tu subconsciente. Su pintura es curativa. Los cuerpos jóvenes y bellos de sus modelos están embadurnados de algo que no se puede ver, pero sí vivir, saborear y simbiotizar a partir del lienzo: el silencio. Un silencio no ambiental, sino emanado del interior de la carne deslumbrada y presa del color.
Patrick Ericson cultiva las serpientes venenosas del suicidio en su propio dormitorio y riega los lotos emponzoñados que crecen en el corazón de los dementes, a diario desde su escritorio, con el ordenador abierto y el cigarrillo calado entre los labios. Su arte es una estrategia de la asfixia. Comenzar a leer sus libros es subirse por voluntad propia a un cadalso y enroscarse la soga al cuello. Y el cadalso esta montado en una montaña rusa. Quién aspira a comprenderlo, aspira a comprender la catarsis entre la pólvora y la bala, y la sien. Patrick Ericson embala droga dura, tricota y pespunta el escozor de vivir. Es precisamente enfermizo; preciso en maridar todo un ramaje de palabras erizadas que son el hilo argumental del horror. Es lo que quiere. Es lo que busca. Es lo que consigue.
Embarqué un avión en Barcelona camino de muy lejos, y empecé a beber de su libro “Objetivo: Adolf Hitler”. Pronto, la nausea que él buscaba, hizo su efecto en mí. No esperaba menos de Patrick: heridas y desolación, mezcladas con sucesos históricos agitados, turbios, que nos recuerdan el carácter caníbal de la especie. Patrick, lo has conseguido. Tu libro, que se extravía en el vómito y se encuentra en la pústula, es incorregiblemente adictivo.
He aquí dos artistas alhameños: el primero, al levantarse, se aplica a la dura aritmética de la luz, armado con un pincel. El otro, con un cigarrillo negro entre los labios y una taza de café amargo a su lado, armado con un lápiz, delimita el territorio de la tiniebla. Juntos, con su arte, nos explican la cara y cruz de lo que somos.

Por Pablo S. Blesa

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