jueves, 1 de julio de 2010

Corre


El hombre es un ganador al nacer y un perdedor irremediable al morir: en el proceso de nuestra gestación, un espermatozoide superdotado compitió contra millones de sus semejantes por fecundar un óvulo, recorrió distancias equivalentes a varias maratones, cruzó peligrosas simas, aquilató la astucia en el sentido de su huida, encontró el camino más recto a la meta en medio del caos... y tú eres el resultado de ese espermatozoide triunfador.
Naces como un triunfador coronado de inteligencia y grasa matricia, pero el paso de los días te amojama y entontece. Como decía Alberti, “era un tonto, y lo que he visto me ha hecho dos tontos”: después de algunos asaltos y briegas, abandonas el ring vapuleado, con los pies por delante, sin ninguna gloria; da igual que seas José Mourinho o Steve Jobs: la muerte triunfa.
Te mueres hasta decir basta, dejas de pagar impuestos, te mudas a una suite cuyas llaves te entrega San Pedro e inicias una vida de rentista porque el cielo es el punto cenital en la Pirámide de Maslow: sólo allí, despojado de tus despojos, tus ahorros y tus ambiciones es posible la completa realización en el amor.
Ante el inevitable trecho que tenemos que recorrer en el tiempo entre los dos extremos de este destino contradictorio entre el triunfo de nacer y el fracaso de morir, es conveniente estar armado para contrarrestarlo todo, para fajarse de todo, para contraatacarlo todo, para aceptarlo todo, menos la acechanza de morirse en vida amortajado por dentro. Al morirse, hay que morirse de verdad, después de haber vivido; como si nada cupiese esperar del juego del vivir, salvo la inevitable lucha, y el sentido de ésta, que si lo encuentras, hará de ti un magnífico cadáver braseado por multitud de experiencias nutricias.
En esa contienda desigual contra un destino irreversible, el hombre no haya otras armas sino las virtudes: no hay alabarda, pica o escudo como el humor, la resiliencia y la jesuítica “santa indiferencia” adobada por aquello de “Nada te turbe/nada te espante/todo se pasa” de Santa Teresa: son los tres versos más sabios escritos nunca por una sabia, en toda la historia de la sabiduría. Ya lo dice el Eclesiastés, el “Libro de la Sabiduría”: “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”.
Todo da lo mismo, sin que no todo de igual. Hay que vivir como si la vida no fuese un sueño, que lo es. El problema es que no sabemos quién lo está soñando; la tragedia, llegar a la conclusión de que no lo estés soñando tú. No es una buena receta vivir como si fuésemos eternos, aunque disguste pensar que no lo somos. Cada día, somos eternos 24 horas. Vamos de prestado. Decía Pascal que a un hombre normal le enloquece el pensamiento de la muerte, y que pasamos la vida buscando taimadamente la fórmula para escamotearnos esa verdad cardinal: levantamos catedrales, escribimos artículos, subimos montañas, nos enfadamos con el vecino, trabajamos muchas horas en la oficina, ganamos dinero, tenemos hijos, suspendemos el carné de conducir, nos preocupamos por la verruga en la planta del pié. El hombre es, por alguna razón que no llego a entender ni me preocupa, un bípedo imbécil al que le gusta complicarse la vida, si puede muchas veces, mucho y con ahínco: su oficio oficial se deduce que consiste en alcayatarse el pié con un martillo que él sujeta con su mano buena. Algunos parecen empeñados en demostrarnos que sin una vida malvivida y desperdiciada no se ha vivido ninguna, ni dignamente. Se apresuran a estrellarse, y llegan a ninguna parte para ello, porque nunca fueron a ningún lugar de manera imprevista ya que, en la vida, sólo se llega puntual a las citas que cuentan cuando se llega imprevistamente; cuando es el asombro, el vértigo, la patada en el trasero dada por un amigo lo que hizo que te subieses a ese tren que no era para tí, pero que sí era el tuyo. Porque nos merecemos más de lo que creemos merecer. Es lo que le ocurrió a Colón, que no sabía hacia donde iba, pero iba a alguna parte que lo dejó en otro continente. Es lo mismo que le sucedió al espermatozoide que te fecundó: que no sabía hacía donde navegaba, pero se las ingenió para acertar en la diana y que tú estés aquí. Y ahora que estás donde te encuentras, en circunstancia que desconozco, con los pies apoyados en algún territorio de la realidad o la imaginación, probablemente perdido, recuerda que eres un triunfador por el simple hecho de respirar, y procura correr. Es lo más aconsejable. Es el único secreto: corre. Sólo así hallarás el “óvulo”, que igual es un plato de espaguetis a la parmesana, un continente ignoto, una caja de cervezas, un nuevo canal de televisión por satélite, una vocación, un amor perdido, una cueva donde orar. Procura llegar sin prisa a ese destino que te espera atravesado en el viaducto con una expresión de sorpresa y agradecimiento en el rostro, con clase; subido en una carabela, en un descapotable, en una carroza festivalera o en una Harley. En cualquier caso, corre o no estarás cumpliendo la parte que te toca. Un día sabrás dónde has llegado, aunque probablemente hayas olvidado el cómo. Deseo que hayas encontrado el óvulo, la fuente de la vida hacia la que tendía tu esfuerzo en la carrera.

Por Pablo S. Blesa

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